Saltan los dedos
sobre marfileñas notas,
saltan sobre el azabache sostenido
en incansable acorde.
Cobran vida caminando, caminando…
recorriendo un pentagrama
de compases invisibles.
Desgranando llantos
e hilando arpegios
en un devenir nervioso
de saltos agigantados.
La boca abierta del piano
lanza al techo sus quejidos
en musicales audacias,
acompañados de las notas broncas
que renacen en la hondura de la octava.
De repente, aparecen los trinos
desplegados en el martilleo
salpicado de armónicos suspiros.
El silencio rompe la noche
por momentos,
cuando las notas enmudecen,
cuando los dedos se detienen
por brevísimos segundos,
para retomar en nuevos bríos
el ronzal de la melodía.
Se alargan ,los bemoles,
rebotando en las cenefas,
amalgamando el raso en las cortinas,
cristaleando en las ventanas ciegas
como un suspiro ahogado,
como un supremo esfuerzo
en vano esbozo.
Se alcanza el cenit
cuando el espíritu se envuelve
en el sentimiento que renace
a cada pulsación acelerada,
cuando la reverberación
alcanza la suma expresión
y se aferra por cada rincón
en un intento de perdurar para siempre.
Salen las notas debilitadas
por las rendijas
buscando liberarse de la audición forzada,
buscando nuevos horizontes,
más allá de los conciertos,
asaltando las moléculas de aire
para viajar por el infinito.
La luz se muere,
el piano enmudece,
los dedos buscan el descanso
y la obra va expirando
coronada de emociones.
Duerme en el libreto
hasta un nuevo amanecer
bajo otros dedos…
…que llegarán a despertarla.
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